La lluvia cae en hilos plateados, tejiendo un velo frío y brillante sobre la ciudad. Entre la bruma, ella avanza—sin prisa, pero sin pausa—, con los pasos marcando círculos efímeros en los charcos. Su silueta es un contraste de elegancia y resistencia: el cabello, oscuro o teñido por la humedad, se pega a su nuca y hombros como seda derramada; su ropa, ahora empapada, se moldea a su cuerpo como una segunda piel, revelando la delgada línea entre fragilidad y fuerza.
No lleva paraguas. Quizá lo olvidó, quizá lo rechazó. Las gotas resbalan por su frente, sus pestañas, su boca entreabierta que atrapa el aire húmedo. Sus ojos—verdes, grises, marrones—reflejan las luces difusas de los faroles, como si guardaran su propio cielo nublado. Las mangas de su abrigo gotean, las botas repiquetean contra el asfalto, y en sus manos, tal vez un libro envuelto en plástico o un cigarrillo apagado que ya no sirve para calmar nada.
Pero hay algo más: la determinación. No es la caminata de quien huye, sino de quien elige la tormenta. El agua le borra el maquillaje, le enrojece los nudillos, le dibuja escalofríos en la piel… y aún así, sonríe. Una sonrisa pequeña, íntima, como si supiera un secreto que la lluvia no puede lavar.
Mujer caminando bajo la lluvia
La lluvia cae en hilos plateados, tejiendo un velo frío y brillante sobre la ciudad. Entre la bruma, ella avanza—sin prisa, pero sin pausa—, con los pasos marcando círculos efímeros en los charcos. Su silueta es un contraste de elegancia y resistencia: el cabello, oscuro o teñido por la humedad, se pega a su nuca y hombros como seda derramada; su ropa, ahora empapada, se moldea a su cuerpo como una segunda piel, revelando la delgada línea entre fragilidad y fuerza.
No lleva paraguas. Quizá lo olvidó, quizá lo rechazó. Las gotas resbalan por su frente, sus pestañas, su boca entreabierta que atrapa el aire húmedo. Sus ojos—verdes, grises, marrones—reflejan las luces difusas de los faroles, como si guardaran su propio cielo nublado. Las mangas de su abrigo gotean, las botas repiquetean contra el asfalto, y en sus manos, tal vez un libro envuelto en plástico o un cigarrillo apagado que ya no sirve para calmar nada.
Pero hay algo más: la determinación. No es la caminata de quien huye, sino de quien elige la tormenta. El agua le borra el maquillaje, le enrojece los nudillos, le dibuja escalofríos en la piel… y aún así, sonríe. Una sonrisa pequeña, íntima, como si supiera un secreto que la lluvia no puede lavar.
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