Un velero majestuoso surca un mar de pinceladas gruesas y texturadas, donde los colores estallan en una sinfonía de vida. El casco, tallado en carmesí intenso y oro viejo, refleja la luz como si estuviera bañado en miel al atardecer. Las velas, no blancas, sino de un blanco roto teñido de azul cobalto y lavanda, se hinchan bajo un cielo de tormenta y claridad, donde las nubes son pinceladas de titanio y malva.

El mar no es agua, sino una mezcla de esmeralda, turquesa y añil, con crestas de espuma blanca aplicadas con espátula, gruesas como crema fresca. Cada ola parece moverse, gracias a los trazos enérgicos y curvos que sugieren profundidad y furia contenida. En la lejanía, un faro diminuto—pintado con un toque de naranja cadmio—parpadea como una luciérnaga contra el horizonte violáceo.