En la penumbra del sótano, entre grietas y polvo, él observa.

Pequeño, de pelaje gris desgastado y ojos negros como semillas brillantes, el ratón se agazapa tras una rendija en la pared. Sus patitas, finas y nerviosas, se aferran al borde de la madera, listas para retroceder en milisegundos. Las vibrisas le tiemblan, captando cada movimiento del aire, cada respiración del gigante dormido.

Porque allí, a solo tres pasos (tres pasos de gato), reposa el enemigo.

El felino es una montaña de músculos y pelo atigrado, la cola enrollada como un látigo en reposo. Su costado sube y baja con un ronquido profundo, pero el ratón no se engaña: conoce la falsa modorra de los depredadores. Sabe que, bajo esos párpados entrecerrados, las pupilas verticales podrían abrirse en cualquier instante.

Así que espera.

Calcula la distancia hasta el queso olvidado en la mesa, la ruta de escape entre las sombras, el peor de los casos. Si el gato se mueve, él se volverá aire, fantasma, nada. Pero por ahora, es solo un par de ojos en la oscuridad, estudiando al que lo estudia a él.